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martes, 30 de junio de 2020

La epidemia de la Isla Mauricio

Por Jordi Santandreu

Isla Mauricio es un país insular situado en el Océano Índico, a la altura de Mozambique, a unos pocos cientos de kilómetros de la Isla de Madagascar. Muy al norte le quedan Pakistán e India, aunque a varios miles de kilómetros. Tiene muy cerca otra isla hermosa, la conocida Reunión.
Mauricio es una isla paradisíaca, conocida por sus playas cristalinas y sus arrecifes de coral. Tiene un poco más de un millón de habitantes en la actualidad, y en tamaño se parece a la isla de Mallorca, con apenas 60 kilómetros de largo.
Hacia el año 1500 de nuestra era, los navegantes portugueses la visitaron, aunque no se quedaron en ella. Tal vez no consideraron que tuvieran recursos valiosos y decidieron seguir su viaje. Era una isla deshabitada, y posiblemente sus intereses iban en otra dirección.
Después de los portugueses arribaron los holandeses, quienes les dieron el nombre de Isla Mauricio, en honor a un príncipe navegante holandés. Pero acabaron abandonándola unas décadas después, puesto que tampoco hallaron recursos que les motivaran. Tras ellos, la ocuparon los franceses, ya en el siglo XVIII, tras una batalla naval contra los británicos, quienes lograron hacerse con ella en 1810, aunque población francesa se mantuvo en la isla. 
Por lo tanto, a pesar de ser una isla humilde, ha sido discutida y ocupada por varias potencias mundiales durante la segunda mitad del segundo milenio, y dada su cercanía con África e India, tiene también mucha influencia de estas otras dos culturas. De hecho, la mitad de la población es hinduista: la tradición religiosa hindú cuenta que Shiva visitó la isla en un momento dado de la nohe de los tiempos, derramando unas gotas del agua sagrada del río Ganges sobre un lago de la misma. El actual primer ministro es descendiente de indios. Todo un popurrí. Es un jardín del Edén en el que se encuentran África, Ásia y Europa.
Hubo esclavos africanos hasta al menos 1835, cuestión que, aún en la actualidad, genera debates políticos y acciones sociales en la isla, con el objetivo de compensar la expropiación de tierras y el abuso que sufrió la población esclavizada. Luego, la mano de obra pasó a ser india.
Es famosa también por un animal, el Dodo, un pájaro ya extinto, muy curioso, símbolo hoy en día de la protección de los animales en peligro de extinción.
En la década de 1860, cuando ocurrió lo que iremos a contar a continuación, Isla Mauricio estaba habitada por muchos franceses, y curiosamente algunos de ellos amigos de Kardec y espíritas. Las noticias del inicio del movimiento espírita se expandían rápidamente, y ya estaban publicados cuatro de los cinco libros de la codificación.
A inicios de 1867, en una reunión mediúnica de la  Sociedad Espírita de París, un espíritu alertó a los miembros del grupo que Isla Maurício estaba siendo devastada por una terrible epidemia, que diezmaba la población rápidamente. Este aviso se confirmó poco tiempo después, cuando, el 8 de mayo de 1867, llegó una carta a la sede del grupo en la capital francesa.
En ella, el grupo espírita de la Isla describía como una fiebre sin nombre se apoderaba súbitamente de todos aquellos a quien atacaba. Los médicos no sabían de que se trataba. Ningún infectado conseguía sobrevivir. 
“Para mí -decía la carta- veo en todo esto uno de esos flagelos anunciados, que deben retirar del mundo una parte de la generación presente, que tiene como finalidad operar una renovación que se volvió necesaria”.
Sigue contando, en esa carta, como los farmacéuticos especulaban con los remedios, subiendo los precios deliberadamente para enriquecerse a costa de la vida de los más vulnerables. De siete francos la onza, subieron hasta los 800. Los especuladores ignoraban deliberadamente las consecuencias de su egoísmo, y a pesar de que los remedios aliviaban los síntomas temporalmente, realmente no existía una cura definitiva para la enfermedad: en la pequeña isla contaban en un momento dado con más de sesenta mil fallecidos, aunque, al menos en ese momento, ninguno pertenecía al grupo espírita, que sobrellevaba las circunstancias con templanza, aunque disperso, sin poder reunirse. 
Mientras “los flagelos destruidores que deben castigar la Humanidad, no sobre un punto, sino sobre todo el globo terrestre, son presentidos en todas partes por los Espíritus” -sigue diciendo- “es preciso ser verdaderamente espírita para encarar la muerte con esa sangre fría y esa indiferencia, cuando ella extiende sus daños alrededor nuestro, y cuando se sienten sus ataques. La fe seria en el futuro proporciona una poderosa fuerza moral que nos protege. Esto no quiere decir que los espíritas estemos necesariamente libres aunque, ciertamente, hasta ahora hemos sido los menos alcanzados”.  
Más tarde, en otra comunicación recibida el 21 de julio de 1867 en París, los Espíritus comunicaron que “se aproxima la hora, la hora marcada en el gran cuadrante del infinito, en la que comenzará a operarse la transformación de vuestro globo, para gravitar hacia la perfección. ¿No es preciso que todo muera para regenerarse? La muerte no es sino la transformación de la materia. El Espíritu no muere, tan sólo cambia de vestido. ¡Como son felices aquellos que en esas terribles pruebas fueron tocados por la fe espírita! Ellos permanecen tranquilos en medio de la tormenta, como el marinero aguerrido en medio de la tempestad. Tengo fe en el bienestar general para las generaciones futuras, que será consecuencia de estos males pasajeros. La gran emigración es útil, y se aproxima la hora en la que se debe efectuar. Ella ya comienza. ¿Para quién será apenas una desgracia y para quién será además provechosa?”
Como última curiosidad, en aquellos momentos se comentó que al comienzo de la epidemia no sólo se multiplicaron los fenómenos anímicos y mediúnicos, como apariciones, comunicaciones, presentimientos, sino que vieron una extraordinaria lluvia de estrellas, más potente de lo que era habitual por esas fechas, del 13 al 14 de noviembre de 1866. Como una señal anticipatoria de lo que iría a venir en breve, como una advertencia para prevenirse del peligro al que serían sometidos. 
Al parecer, tales estrellas fugaces o meteoritos dispersaron sobre la isla elementos tóxicos que fueron causantes de la enfermedad. Se consideró, sin embargo, como una causa secundaria, siendo la fuente primaria de orden psicológico y moral.
En otra comunicación, subrayan los Espíritus que “en las crisis aparentemente trágicas, que diezman paso a paso las diferentes regiones del globo, nada se produce por casualidad; ellas son las consecuencia de las influencias de los mundos y de los elementos que actúan unos sobre los otros, ella son preparadas con mucha anticipación, y su causa es, en consecuencia, perfectamente normal”. 
 “Sin duda -continua esta comunicación datada en 1868-, es aterrador pensar en peligros de esa naturaleza pero, por el hecho de ser necesarios y no provocar sino felices consecuencias, es preferible, en vez de esperarlos temblando, prepararse para enfrentarlos sin miedo, sean cuales sean sus resultados. Para el materialista, es la muerte horrible y la nada como consecuencia; para el espiritualista, y en particular para el espírita, ¡que importa lo que suceda! Si escapa del peligro, la prueba lo encontrará siempre inalterable. Si muere, lo que conoce de la otra vida le hará encarar el tránsito sin empalidecer”. 
La epidemia fue desapareciendo hacia finales de 1868. En una última comunicación, los Espíritus amigos afirman: “Los flagelos son instrumentos de los que se sirve el gran cirujano del Universo para extirpar del mundo, destinado a seguir adelante, los elementos gangrenados que en él provocan desórdenes incompatibles con su nuevo estado. Cada uno debe prepararse para soportar la prueba en las mejores condiciones posibles, mejorándose e instruyéndose, a fin de no ser sorprendido de imprevisto”.

Bibliografía: Revista Espírita, julio de 1867 y noviembre de 1868.

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