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lunes, 23 de mayo de 2016

Para que amemos más



Para que amemos más
 (Janaina Minelli)


Un reina de Francia. Así firma el espíritu que nos instruye en el mensaje que cierra el capítulo II de El Evangelio según el Espiritismo, “Mi reino no es de este mundo”. Nos cuenta esta reina que cuando encarnada estaba orgullosa de su sangre, se sentía superior a los demás por la posición social que ocupaba y los bienes que tenía. Pero también nos habla del desengaño, de la desilusión al desencarnar y darse cuenta de que hombres pobres e en posiciones sociales inferiores a la suya se encontraban más felices que ella. ¿Dónde estarían sus bienes? ¿Dónde la corte? No, ella no había secado las lágrimas del prójimo. Se había dedicado a una existencia materialista, plena en los goces terrenales, pero vacía de emociones superiores. Esta mujer, que una vez fue reina y en la espiritualidad se reconoce un espíritu más, desafortunada y humillada por su propia manera de proceder en la Tierra, nos aconseja a la abnegación, la humildad, la caridad en toda su celeste práctica, y la benevolencia para todos.
Tal vez dudemos por un momento que sea el testimonio de una reina de verdad. O tal vez pensemos que como no somos reyes ni reinas, tampoco nos tengamos que tomar el mensaje de forma personal.  Tal vez si hubiese firmado “Presidente o presidenta de un Centro Espírita”, “Jefe de un equipo”, “Propietario o propietaria de una empresa”, “Padre o madre de familia”… tal vez así veríamos el mensaje como más cercano. Pero la gran verdad es que de cada existencia física sólo nos llevamos el bien que hayamos hecho. Los bienes materiales y el poder de que disponemos no son más que recursos que nos son confiados para que hagamos el bien. Cuanto más alta nuestra posición en la sociedad mayor la responsabilidad que tenemos ante la eternidad. ¡Cuántos no fracasan a la primera oportunidad de tener una posición mínimamente superior a sus compañeros de jornada evolutiva? Muy pronto nos olvidamos de que la gloria del mundo es transitoria, que sólo el amor es perene.

El poder de toda clase es una gran prueba para el ser humano. Resistir a su seducción exige madurez espiritual. ¿Por qué es tan fácil caer ante la prueba del poder? Posiblemente sea más sencillo de lo que pueda parecer. En el fondo, todos deseamos ser amados. Nos diferenciamos en la manera como buscamos cultivar el amor de los demás, en la forma. Pero en el fondo, todos necesitamos el amor del prójimo. En las posiciones de destaque social o económico, uno puede olvidarse que ha venido a enjugar las lágrimas de los demás. Ha nacido ahí para servir a más hermanos suyos de humanidad. Ha sido puesto donde está para amar más, no para ser el más amado. La tragedia personal del que ostenta el poder, en lugar de llevarlo con la humildad del mayor servidor, es como dice la reina de El Evangelio según el Espiritismo, comprender la esterilidad de los honores y de las grandezas que con tanta avidez se buscan en la tierra demasiado tarde.

Por mucho que estudiemos la Doctrina Espírita y sepamos de memoria las máximas de Cristo, es en el corazón donde deben hacer eco las palabras de nuestra amiga desencarnada: “Los hombres corren tras los bienes terrestres como si debieran conservarlos siempre; pero aquí ya no hay ilusión, ven muy pronto que solo se asieron a una sombra y despreciaron los únicos bienes sólidos y duraderos, los únicos que les sirven en la celeste morada, los solos que pueden franquearles la entrada.” En el santuario sagrado del corazón reside la fuerza para resistir a la seducción del poder, incluso en las pequeñas pruebas en las que todos somos experimentados de forma cotidiana. Al final, en cada relación que establecemos con el otro, ejercitamos una pequeña  o una gran parcela de poder. En nuestras manos está recordar que cada una de estas porciones de poder de que disponemos nos es confiada para que amemos más, no para que seamos más amados.

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