Por Janaina de Oliveira
Nos dijo Jesús que hay
muchas moradas en la casa del Padre.
No se
turbe vuestro corazón. -
Creéis en
Dios, creed también
en mí.
-"En la casa de mi padre hay muchas moradas". (San Juan, cap. XIV, v.
1).
Los espíritus que
participaron en la codificación de la Doctrina Espírita interpretaron estas
palabras diciéndonos: que la casa del Padre es el universo; que las diferentes
moradas son los mundos que circulan en el espacio infinito y que éstos, ofrecen
a los espíritus encarnados estancias
apropiadas para su adelantamiento. Cuando contemplamos el cielo lleno de
estrellas, nos quedamos asombrados ante la belleza de la creación. No podemos
alcanzar a imaginarnos cuántas civilizaciones vibran en actividad incesante en
todo el cosmos. El Padre, Causa Primera de todas las cosas, lo ha creado todo,
y a cada uno de nosotros.
No puede dejar de
invadirnos un gran sentimiento de humildad cuando miramos al cielo. Todo esto
es la creación y yo también lo soy. El micro-cosmos observa el macro-cosmos.
Una multitud infinita de seres peregrinamos por las estrellas buscando nuestro
perfeccionamiento moral e intelectual. El movimiento es constante.
Absolutamente nada en el universo está estático.
Yendo más allá de la
diversidad de los mundos. La codificación también nos hace pensar sobre estas
palabras como representativas del estado feliz o desgraciado del espíritu en la erraticidad. Podríamos incluso decir “del
estado del espíritu” sin más, encarnado o desencarnado. El ser vive en un mundo
determinado según sea la elevación de sus sentimientos, la clase de
preocupaciones que le afligen, la nobleza o la mezquindad de sus intereses.
Este “lugar” que cada uno de nosotros ocupa es nuestra casa, el espacio que la
mente crea con cada pensamiento, palabra y emoción. No andamos nada lejos
cuando decimos que cada persona es un mundo. Así es, pero nos falta comprender
que tenemos la posibilidad de crear este mundo. Está en nuestras manos que
“nuestra casa” sea una de las moradas felices entre las “casas del Padre”. Todo
depende de los hábitos que cultivamos, sean físicos, verbales o emocionales.
Como todavía somos seres más
cercanos al punto de partida que al de la perfección. Tenemos que cultivar con
especial atención sentimientos como la gratitud, la tolerancia y la mansedumbre.
Estos sentimientos, esenciales para que nos sintamos felices, enraizados a
nuestro propio mundo y sin embargo, conectados al Todo, no acostumbran a ser
los que nos caracterizan. Es decir, necesitamos hacer un esfuerzo deliberado para
desarrollarlos: proponernos a identificar situaciones y personas a quiénes
debemos gratitud, pero no de forma obvia; aplicar dosis más elevadas de
tolerancia para convivir con quién piensa y actúa de forma distinta a cómo nos
gustaría que hicieran; cultivar la palabra apaciguadora, mansa y noble, en el
momento en que la crítica baja la vibración de las conversaciones.
Un dicho árabe dice que
dentro de cada uno de nosotros viven dos lobos: uno feroz y otro manso. ¿Cuál
de ellos sobrevivirá? El feroz; dirán algunos, pensando que son víctimas de sus
sentimientos o de las circunstancias. No, no es esta la respuesta. Sobrevivirá el
lobo que tú alimentes. Alimenta al lobo manso que existe dentro de ti. Cuida tu
casa mental para que esté armoniosa y brille llena de belleza en el cosmos,
como morada bendita del Padre. Nuestros pensamientos elevados sanean la
atmósfera de nuestro planeta. Está en nuestras manos cuidar el lugar que
ocupamos en la creación. Imagina que en una galaxia lejana alguien contempla el
cielo y se emociona, lleno de humildad y gratitud al Padre, por la belleza que
le invade el alma mientras ve la morada que habitamos. No se turbe nuestro
corazón. El Cristo, luz y guía de la humanidad terrestre, brilla fulgurante señalando
el camino.
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