Por Janaina de Oliveira
No se turbe vuestro corazón. - Creéis en Dios, creed también en mí. - "En la casa de mi padre hay muchas
moradas". Si así no fuera, yo os lo hubiera dicho: Pues voy a preparar lugar para
vosotros. Y si me fuere, y os prepare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que en donde yo estoy estéis también vosotros. (San Juan, cap. XIV, v. 1, 2, 3).
¿Qué niño, qué niña no ha
contemplado las estrellas en una noche clara, preguntándose qué es todo esto ahí arriba? El misterio no se achica a medida que crecemos. Más bien todo lo contrario. Cada día la ciencia avanza un poco más, encuentra un nuevo planeta, una nueva
estrella, describe el paso de un meteorito… Todo contribuye a hacer al cielo todavía más infinito ya
que, a cada nuevo hallazgo, se multiplican las preguntas que sabemos formular.
No sabemos si
era de día o de noche
cuando Jesús pronunció
las palabras que abren el tercer capítulo de El Evangelio según el Espiritismo, pero uno intuitivamente procura el cielo y piensa en todas las
galaxias, los soles, los agujeros negros. No podemos más que bajar la frente aceptando la verdad
enunciada por el Maestro. Sí, la casa del Padre tiene muchas moradas. Incluso sin la ciencia que
tenemos hoy día y todos sus
hallazgos, cualquier contemporáneo de Jesús aceptaría lo que el divino rabí
decía sólo con mirar
al cielo en una noche clara.
Los espíritus, sin embargo, nos dirigen la mirada
hacia dentro de nosotros mismos. No solemos formular tantas preguntas sobre quiénes somos, qué sentimos, qué es lo que
tiene valor en nuestras vidas, qué queremos hacer. Para algunos, todo parece estar muy claro. Para
otros, el indagarse a uno mismo es algo tan inusual, que ni siquiera parece
posible obtener alguna forma de respuesta. Sea como fuera, los espíritus aprovechan las palabras del Maestro para
hacernos reflexionar sobre los estados del alma después de la desencarnación. Según lo que le vaya por dentro, en lo más íntimo de la conciencia, habitará mundos completamente diversos.
¿Qué es lo que
marca la diferencia entre estar apegado al núcleo familiar que nos perteneció en la última
encarnación, presos a
los despojos carnales, imantados a nuestros asesinos o a nuestras víctimas, transportados a colonias de recuperación o incluso acompañados a nuevos ambientes de trabajo en el bien?
La respuesta es sencilla: así como vivimos, morimos. La desencarnación no nos hace hombres nuevos, sino que nos devuelve a nuestra
esencia. A quién
verdaderamente somos, lejos de las máscaras y los juegos sociales. El interés legítimo,
altruista y sostenido en bien eleva el ser a mundos felices. El orgullo y la
vanidad, lo arrojan a mundos inferiores.
Ahora miro
dentro de mí y contemplo
las posibilidades, los mundos que hay. Los momentos del “hombre de bien” y aquellos momentos de gran egoísmo. Como si también dentro mío hubiese
galaxias, agujeros negros y soles sin fin. ¿Qué mundo será
aquel adonde viviré
en el momento de mi desencarnación? ¿Qué estado mental
será el de mi mente
al abandonar el cuerpo físico? Aquí
también hay muchas moradas, aunque no estén circunscritas o localizadas.
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