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domingo, 5 de noviembre de 2017

La resignación es para los fuertes

¡Muy buenas!

Ayer en CEADS tuvimos una instructiva sesión de reflexión sobre la resignación. Esta palabra que tiene tan mala prensa, que en general va asociada a otras no menos negativas como culpa y expiación. De hecho empezamos la clase hablando de la visión de la psicología tradicional de la resignación, que la define de forma negativa como lo opuesto a la aceptación. En su visión sería la aceptación la actitud que estaría relacionada a la responsabilidad y la pro-actividad. En definitiva, no importa qué etiqueta le pondremos a las actitudes que necesitamos desarrollar para buscar nuestra evolución. Lo importante es que tengamos herramientas para sobrellevar las dificultades de la vida sin derrumbarnos, con capacidad de adaptación, optimismo y reacción pese a duros que pueden ser los reveses de la vida.

La Doctrina Espíria adopta la perspectiva de la psicología transpersonal. En esta, a resignación es una actitud que requiere gran madurez espiritual por la entereza que requiere ante situaciones que causan sufrimiento físico o emocional. Encajar los golpes de la vida sin victimismo, sin rebeldía contra Dios o la vida, buscando comprender qué es lo que este revés intenta enseñarnos no es para los débiles. Pese a que mucha gente considere que la resignación es para los fracasados, el Evangelio y la Doctrina Espírita nos dicen lo contrario: uno se vence a sí mismo cuando encuentra la fuerza para mirar al dolor cara a cara y no dejarse llevar hacia la depresión, el rencor o el abandono de sí mismo o la desesperación. Lo que pasa es que los cristianos, y entres ellos en particular los espíritas, sabemos que si sucede algo que nos nos gusta, debe haber una causa justa para ello - hay una causa justa para todo lo que sucede porque el universo y sus leyes son perfectas. Es cierto, cada día suceden cosas que no desearíamos. ¿Qué hacer ante ellas? Hay dos actitudes opuestas, tan ciegas la una como la otra: la primera sería una abandono victimista de entrega al sufrimiento, hundiendose uno en su aflicción, lo que se traduce en tristeza y depresión; la segunda actitud sería la de rabia y identificación de culpables a quiénes se pueda dirigir sentimientos en desequilibrio. En ambas actitudes falta comprender que somos parte de una ecosistema cósmico, con responsabilidades compartidas e inalienables. El dolor es parte de la pedagogía cósmica y nos educa para que volvamos a estar armonizados con la ley natural cuando por nuestras propias elecciones nos alejamos de ella.


La resignación a la que nos invita la Doctrina Espírita y el Evangelio es activa. ¿Cómo puede la resinación ser activa? Cuando estemos experimentando sufrimiento, hay que analizar qué es lo que esta experiencia me enseña, rendirse a este aprendizaje y incorporarlo de forma consiente a nuestra forma de ver y entender el mundo. De ahí emerge uno renovado por el dolor, un ser más profundo y maduro. Nadie dice que esto sea fácil. En general, cuando vemos a alguien en sufrimiento sabemos muy bien qué esta experiencia le está intentando enseñar, pero somos muy malos en reconocer las lecciones cósmicas en las experiencias de sufrimientos que experimentamos nosotros mismos. En esto estamos, poco a poco iremos comprendiendo que cada situación de dolor nos está intentando doblegar al ego de alguna manera. En ocasiones será la vanidad, en otras el orgullo, en otras el egoísmo. Afrontar estas ocasiones de conciencia bien despierta es esencial para que el sufrimiento sea dignificante. Ahí está la clave. No todo sufrimiento es dignificante. No por sufrir uno se está reajustando con las leyes cósmicas de las que tan a menudo nos alejamos. Sufrir no es suficiente - tampoco sería necesario si ya supiéramos amar, pero de momento se ve que la mayoría estamos lejos de esta realidad. Hay que vivir el dolor con humildad y flexibilidad, como la vara de bambú que se dobla en la tempestad, pero no se rompe.

Os dejamos finalmente el vídeo con el que terminamos la clase de ayer. Seguimos, amados. Como la vara de bambú, en la medida que nuestra tan incipiente madurez espiritual nos lo permita.

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