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miércoles, 21 de septiembre de 2022

Pérdida de seres queridos

Dr. José Luis Sáez


Cada vez que sufrimos la pérdida de un ser querido se dispara en nuestra mente un proceso de duelo, que incluye etapas de shock, negación, ira, negociación, aceptación y aprendizaje.


Este proceso está caracterizado por distintas emocionalidades que nos permiten procesar esa pérdida de acuerdo a la estructura psicológica de cada persona y dura en el tiempo lo que cada uno necesita para elaborar y superar esa situación.


Cada persona es un observador distinto y tiene un modelo mental condicionado por sus creencias o juicios mayores. Ese modelo mental es lo que nos habilita las variantes con que atravesar la pérdida, pudiendo recorrer victimismo, depresión, entrega, paz interior u otras.


La pérdida puede confluir en un gran aprendizaje, que permita ampliar nuestra conciencia hacia valores espirituales. El paradigma materialista ofrece una perspectiva tantas veces abrumadora: pensar que todo terminó y que los lazos afectivos que nos unían al ser querido se pierden irremediablemente generan vacío y hasta falta de sentido en nuestra vida.


El conocimiento y práctica de una vida espiritual con cultivo de la oración y la meditación nos facilitan el desarrollo de antídotos para combatir el vacío que se genera con la muerte física. La muerte está presente todos los días en nuestra vida y cada vez que ocurre proyectamos nuestra propia desencarnación, para focalizar nuestra atención en la vida espiritual. 


El abordaje científico que realizó la Dra. Elizabeth Kübler-Ross (médica psiquiatra de origen suizo) acerca de las experiencias cercanas a la muerte (ECM) evidencia la importancia del espíritu en la instancia de la desencarnación. Ella creó la tanatología (estudio de la muerte) y dedicó gran parte de sus 40 años de profesión a la investigación sobre la vida después de la muerte. Su propuesta recibió muchas críticas y fue ampliamente resistida por el mundo científico, para terminar siendo aceptada y avalada con casi 30 títulos doctor honoris causa


Elizabeth Kübler-Ross acompañó a más de 25.000 moribundos de distintas culturas en procesos de final de vida terrenal, rescatando elementos muy valiosos para reconsiderar estos espacios y constatando que se repetían muchos fenómenos en aquellos que testimoniaban sus ECM. 


Algunos reportes que mencionan las personas que tuvieron ECM eran: 


  • Flotar sobre su cuerpo físico, observando todo el acontecimiento y percibiendo que poseen otro cuerpo. 

  • Presenciar su cuerpo inerte en la cama o quirófano, y escuchar y ver cómo se los declara fallecidos. 

  • Experimentar sensación de paz interior, sin dolores ni molestias, sintiéndose distantes de su cuerpo físico. 

  • Encontrarse con padres, familiares o amigos anteriormente fallecidos, experimentando inmensa alegría por quienes vienen a su encuentro. 

  • Escuchar músicas celestiales, que les trasmiten paz. Oír conversaciones realizadas durante esa experiencia, aun estando en coma neurológico.

  • Sentirse libres de limitaciones físicas, aunque las tuvieran en sus cuerpos físicos.

  • Estar acompañados por sus Guías o Maestros espirituales, que según las creencias religiosas de cada uno pueden ser Jesús, Buda, un ángel, una virgen, etc. 

  • Ser espectador de una revisión global, pero integral, de lo vivido… asistiendo a la película de su existencia como espectador. 

  • Verse delante de un obstáculo, como un muro o una puerta, que los retorna bruscamente a la conciencia de que su hora no ha llegado todavía y que deben volver, a pesar de encontrarse con una paz y tranquilidad indescriptibles. Sus acompañantes les recuerdan que tienen asuntos pendientes por resolver en la vida terrenal y que deben regresar, para cumplir con su tarea. La vuelta es habitualmente desagradable. 


La gran mayoría de las personas con ECM cambian sus estilos de vida, al regresar… transformándose en más altruistas y benévolas, perdiendo el miedo a morir físicamente.


La Dra. Kübler-Ross, de acuerdo a sus estudios e investigaciones, dividió la experiencia de muerte en tres etapas:


1°. Nivel físico: Está ligada a la consciencia normal de la persona y a su cuerpo.

2°. Nivel psíquico: La persona está completamente alerta, y atenta a todo lo que está sucediendo a su alrededor, como un observador. 

3° Nivel espiritual: La persona atraviesa “algo” que le representa una transición hacia este tercer nivel (una montaña, un lago, un túnel o cualquier otro) y ve una luz, perdiendo el miedo a la muerte, sintiendo amor y liberación. 


Ya en 1857 Allan Kardec presentó en Francia una propuesta para estudiar la naturaleza, origen y destino de los espíritus y su relación con el mundo corporal: El Libro de los Espíritus. Esta obra filosófica y las posteriores ofrecen las bases para estudiar los fenómenos que nos acercan al conocimiento de la vida espiritual, incorporando herramientas racionales para alimentar la fe y volverla dinámica, ágil y evolutiva. 

Según nos explicaba Kardec, en su obra “El espiritismo en su más simple expresión”:


«En el hombre hay tres partes esenciales:

1º. El alma o Espíritu, principio inteligente en el que residen el pensamiento, la voluntad y el sentido moral (1).

2º. El cuerpo, envoltura material, pesada y densa, que pone al Espíritu en relación con el mundo exterior.

3º. El periespíritu, envoltura fluídica, ligera, que sirve de lazo y de intermediario entre el Espíritu y el cuerpo.


Cuando la envoltura exterior está gastada y ya no puede funcionar, deja de vivir. Entonces el Espíritu se despoja de ella, como el fruto de su cáscara y el árbol de su corteza; en una palabra, de la misma manera que descartamos un traje viejo que no nos sirve más. Esto es lo que se denomina muerte.

Así pues, la muerte no es otra cosa que la destrucción de la envoltura densa del Espíritu: sólo el cuerpo muere, el Espíritu es inmortal. 

Durante la vida, el Espíritu se encuentra, por decirlo así, oprimido por los lazos de la materia a la cual está unido, que a menudo paraliza sus facultades. La muerte del cuerpo libera al Espíritu de esos lazos. Este se desprende de aquel y recobra su libertad, así como la mariposa sale de su crisálida.»


(1) Sens moral: conciencia de la existencia de Dios y de una realidad espiritual, así como de la idea del bien y de la necesidad de llevarlo a la práctica.


lunes, 29 de febrero de 2016

Vida después de la muerte


Vida después de la vida
Andrea Campos


A través de las comunicaciones a lo largo de los siglos y desde el inicio de los tiempos, los Espíritus vienen para mostrar la continuidad de la inteligencia después de la vida.
La muerte no existe desde un punto de vista físico-intelectual. Una vez que el alma abandona los ropajes de carne y sangre, vuelve a ser un Espíritu con su individualidad representada por el cuerpo fluídico llamado periespíritu.

Sabemos que la separación del alma del cuerpo no es dolorosa, de hecho puede ser incluso placentera puesto que el Espíritu se desvincula de las limitaciones físicas en las que el cuerpo carnal nos aprisiona durante el período que necesitamos para expiar nuestros errores del pasado o mejorar.

No hay mejor palabra para describir este proceso que las propias experiencias de los Espíritus quienes vuelven para explicarlas y las tenemos excelentemente codificadas en El libro de los Espíritus. Veamos:

152. ¿Qué prueba podemos tener de la individualidad del alma después de la muerte?
¿No la tenéis en las comunicaciones que obtenéis? Si no sois ciegos, veréis; y oiréis, si no sois sordos, porque a menudo habla una voz que os revela la existencia de un ser fuera de vosotros.

159. ¿Qué sensación experimenta el alma en el momento que conoce que está en el mundo de los Espíritus?
Depende. Si has hecho mal por el deseo de hacerlo, te avergonzarás en aquel momento de haberlo practicado. Para el justo, la situación es muy diferente, pues se encuentra como aliviado de un gran peso; porque no teme ninguna mirada acusadora.

150. b) ¿Nada se lleva el alma consigo de este mundo?
Nada más que el recuerdo y el deseo de ir a otro mundo mejor. Aquel recuerdo es grato o desagradable, según el uso que se ha hecho de la vida. Cuanto más pura es el alma, mejor comprende la futilidad de lo que deja en la Tierra.

foto: freedigitalphotos.net


160. ¿El Espíritu encuentra inmediatamente a los que ha conocido en la Tierra y que han muerto antes que él?
Sí, según el afecto que les profesaba y el que ellos sentían respecto a él. A menudo salen a recibirle a su entrada en el mundo de los Espíritus y le ayudan a separarse de los velos de la materia. También ve a muchos a quienes había perdido de vista durante su permanencia en la Tierra, a los que están en la erraticidad y a los encarnados, a quienes visita.




 

Turbación
El proceso por el que transita el alma encarnada al desencarnar como Espíritu se llama turbación. En un principio puede resultar confuso pues el alma necesita un tiempo para, de nuevo, reconocerse libre, libre del vehículo físico-denso; podemos imaginarlo como un sueño profundo hecho de sueños cortos con la conciencia de uno mismo y del proceso.

La duración e intensidad del proceso es diferente para cada ser, no existe una regla exacta que determine el tiempo y nivel de conciencia de este despertar en el plano espiritual. Sin embargo sabemos que, cuanto más purificado y menos materializado sea el Espíritu, menos tiempo pasará por el proceso de turbación.

Este proceso requiere de un tiempo para desligar, célula a célula, el cuerpo físico del cuerpo periespiritual, del mismo modo que ocurre en el proceso de reencarnación, que dura un promedio de 9 meses hasta el nacimiento del Espíritu en la carne.

Algunos Espíritus han descrito el proceso como con “dolor” pero teniendo en cuenta que el dolor físico no existe cuando el cuerpo físico ya no tiene vida, sino que el dolor sufrido es fruto de su memoria, de su nivel moral.

163. ¿El alma, al abandonar el cuerpo, tiene inmediatamente conciencia de sí misma?
Conciencia inmediata no es la palabra, pues por algún tiempo está turbada.

165. ¿El conocimiento del Espiritismo tiene alguna influencia en la duración más o menos larga de la turbación?
Muy grande; porque el Espíritu comprende de antemano su situación. Pero la práctica del bien y la pureza de conciencia es lo que más influyen.

Por tanto, la vida después de la vida existe tal cual la conocemos, la inteligencia y las experiencias del ser jamás se pierden en el Universo, seguirá su andadura hacia la felicidad, tal como dice la ley.


Texto basado en el capítulo Inmortalidad del alma del Libro Doctrina Espírita para principiantes de Luis Hu Rivas, Editora CEI.

domingo, 13 de julio de 2014

La vida terrenal

LA VIDA TERRENAL
(Alfredo Tabueña)


Somos Espíritus inmortales que iniciamos nuestra jornada evolutiva de una manera simple e ignorante, faltos de ciencia y sin conocimiento del bien y del mal, pero que a todos, sin excepción, nos aguarda por delante unas perspectivas de progreso excepcionales, pues esa “es la voluntad de Dios, nuestro Padre Creador”.

Y para acometer tamaña aventura espiritual, que ha de durar milenios, Dios nos ha colocado en nuestra más profunda intimidad, en estado latente, todos los atributos y posibilidades de desenvolvimiento con que nos ha dotado y que lo deberemos ir desarrollando, paulatinamente, en nuestros distintos contactos con la materia, existencia física, tras existencia física, en distintas experiencias terrenales.

El Espíritu, es decir, cualquiera de nosotros, no podrá, en una sola existencia como ser humano, alcanzar y conquistar ese Amor y Conocimiento al que estamos destinados, sino que necesitaremos reencarnar muchas veces, todas las que sean necesarias, donde iremos forjando poco a poco nuestra historia, grabando en nuestra propia intimidad todas nuestras miserias y todas nuestras grandezas, todas nuestras derrotas y todas nuestras conquistas, desarrollando y construyendo nuestra individualidad.

Y como la Vida del Espíritu inmortal es una sola, repartida en toda esa sucesión de existencias entrelazadas y relacionadas todas entre sí, es justo y natural que las acciones y vivencias de una reencarnación repercutan y tengan su continuidad en las siguientes, exactamente del mismo modo que los actos que hacemos en esta vida terrenal tienen su continuidad o repercusión en el día o días siguientes.

Es decir que, a su tiempo, a medida que el desarrollo del libre albedrío así lo permite, aparece en escena una nueva ley que no regía en los inicios de la evolución: la Ley de Causa y Efecto, enseñándonos que el ser humano es responsable por todas sus acciones, de acuerdo siempre con su grado de intencionalidad y de conocimiento y que las consecuencias, positivas o negativas, que resulten de ellas han de recaer, a través del tiempo, también sobre el propio ser humano, sobre el propio Espíritu, porque nuestras obras se registran en nosotros mismos y han de germinar, más tarde o más temprano, también en nosotros mismos.

Por tanto, nuestra actual existencia terrenal es una más entre todas las que, como Espíritus inmortales, van a formar parte de nuestra Vida, y que nos ha de brindar múltiples posibilidades y opciones de aprendizaje y de crecimiento.


Rompiendo tabús

Debemos modificar, en este sentido, algún que otro concepto mal interpretado, seguramente por reminiscencias del Catolicismo, en el sentido de que venimos a la vida terrenal para “pagar deudas” o para “rescatar culpas”. No, esa manera de expresarse es no entender y sentir a Dios en todo Su Amor, Sabiduría y Misericordia.

Nosotros no tenemos que rescatar deudas ni machacarnos con sentimientos de culpabilidad; tenemos, eso sí, que aprender a hacer las cosas bien, adquirir experiencia, conocimiento, responsabilidad y desarrollar todas esas potencialidades que llevamos en nuestra más profunda intimidad, como hijos de Dios que somos.

Lógicamente, es cierto, a medida que se aprende y se adquiere conocimiento, los compromisos sobre nuestras acciones serán cada vez mayores y, esos errores que se cometen como consecuencia del tiempo de ignorancia del Espíritu, proporcionalmente exigirán ya mayores responsabilidades por nuestra parte.

Y, a partir de ahí, en un futuro más cercano o más lejano, dispondremos de nuevas y valiosas oportunidades para hacer mejor lo que ayer no supimos hacer bien, siempre según las perfectas Leyes Divinas, que son Leyes de Amor, encontrándonos con las consecuencias naturales de nuestros actos del pasado, que nos colocarán frente a determinados acontecimientos o frente a determinadas situaciones por las que tendremos que pasar y frente a determinadas personas con las que tendremos que relacionarnos, nunca de manera indebida ni fuera de tiempo ni de lugar.

Dicho de otra forma: en cada nueva existencia terrenal traemos en nuestra intimidad un programa “relativamente establecido”, donde están previstas las metas mínimas y máximas, dentro de un tiempo determinado, atrayendo los acontecimientos, agradables o desagradables, de acuerdo a nuestras necesidades de evolución y de aprendizaje, consecuencia de nuestro pasado, que nos han de proporcionar la oportunidad de encauzar, de corregir y de reeducar los sentimientos y las actitudes, brindándonos la ocasión de valorar aquello que un día menospreciamos y levantarnos allá donde una vez tropezamos y caímos.

Porque Dios, que es todo Amor y Bondad, no somete a sus criaturas a penas y castigos perpetuos por faltas y errores que son transitorios, propios de nuestro tiempo de ignorancia, sino que, por el contrario, nos deja abierta en todo momento la puerta para entender y concienciarnos de nuestros errores. Y en eso consiste, esencialmente, el principio justo de la reencarnación: en una nueva existencia corporal que Dios nos ofrece para que finalicemos o corrijamos lo que no fuimos capaces de hacer en las anteriores; en hacer de nuevo y cuantas veces sea necesario aquello que, un día, no supimos hacer bien, pues los errores solamente pueden ser solventados si una nueva oportunidad se concede a quien los ha cometido.

Y ahí encontramos, si así lo queremos, lo que se vulgarmente se llama fatalidad o destino, y que consiste, pues, en los principales y más importantes sucesos, situaciones, acontecimientos o condiciones materiales que se nos presentarán o en que nos encontraremos en las futuras reencarnaciones, como consecuencia de nuestras acciones pasadas.


Renacer para evolucionar

El  conocimiento del Espiritismo nos enseña, de una forma clara y lógica, que la reencarnación y los mecanismos que regulan su funcionamiento nos da respuesta a lo que, sin ella, no tiene explicación posible, dejando paso a la plena conciencia de la vida inmortal del Espíritu, e imponiendo a cada uno la responsabilidad que le corresponda por la conducta mantenida en sus distintas existencias terrenales. 
Dios no castiga, no culpa; Dios nos ama y nos educa con sus Leyes perfectas, repletas de equilibrio y de armonía, proporcionando a aquellos que han infringido sus normas la posibilidad de integrarse de nuevo a ellas… eso, sencillamente, es todo.

Pero la evolución de los espíritus no transcurre en igual plazo para todos, pues el despertar de la conciencia es algo muy complejo y siempre es un proceso individual, personal e intransferible, donde cada uno tiene que caminar con sus propios pies y donde cada uno progresa conforme a su capacidad de trabajo y de esfuerzo íntimo.

Y será de esta manera, experiencia tras experiencia, tropiezo tras tropiezo, error tras error, aprendizaje tras aprendizaje y rectificación tras rectificación, cuando finalmente, después de todas las reencarnaciones que el espíritu haya necesitado para completar su peregrinaje, se alcanza el Conocimiento y el Amor, para una vez ya liberado de los ciclos reencarnatorios, continuar trabajando incesantemente en el plano espiritual, contribuyendo, de una u otra forma, a la inmensa obra de Dios.

Pero para entender bien todo ello, es imprescindible considerar todos los hechos y acontecimientos desde el punto de vista espiritual y contemplar la presente existencia física sólo como un eslabón más en la cadena de toda la trayectoria del Espíritu, ya sea como encarnado en sus sucesivas vidas terrenales o como desencarnado, formando ambos estados, el físico y el espiritual, un conjunto armónico, donde las experiencias vividas en una parte, repercuten en la otra y viceversa.

Porque las diferentes vidas terrenales no son otra cosa que una preparación, una experiencia transitoria y evolutiva para las finalidades superiores de la vida espiritual, que es la verdadera y definitiva.