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miércoles, 11 de junio de 2014

Interroga a tu conciencia

Hola familia,

nuestros queridos monitores nos envían el texto de estudio para el próximo sábado. 

Cariños de la hermana menor

El hombre de bien

En consonancia con las enseñanzas de la Doctrina Espírita, el Espíritu demuestra su elevación, cuando todos los actos de su vida corporal evidencian la práctica de la ley de Dios y cuando comprende anticipadamente la vida espiritual. Un Espíritu en esas condiciones morales, cuando está encarnado, se convierte en el prototipo del hombre de bien.

Se puede decir, que el verdadero hombre de bien es aquel que practica la ley de justicia, amor y caridad en su mayor pureza. Si interroga a su conciencia sobre los actos realizados, se preguntará si no transgredió esa ley, si no hizo mal, si realizó todo el bien que podía, si desaprovechó voluntariamente alguna ocasión de ser útil, si nadie tiene algún motivo para quejarse de él; en fin, si hizo por el otro todo lo que desearía que hiciesen por él.

Deposita su fe en Dios, en Su bondad, en Su justicia y en Su sabiduría. Sabe que sin Su permiso nada sucede, y se somete a Su voluntad en todo. Tiene fe en el porvenir, razón por la cual coloca los bienes espirituales por encima de los bienes temporales. Sabe que todas las vicisitudes de la vida, todos los dolores, todas las decepciones son pruebas o expiaciones y las acepta sin quejarse. Imbuido del sentimiento de caridad y de amor al prójimo, hace el bien por el bien mismo, sin esperar ninguna recompensa; retribuye bien por mal, asume la defensa del débil contra el fuerte, y sacrifica siempre sus intereses en favor de la justicia. Siente satisfacción por los beneficios que esparce, por los servicios que presta, por hacer dichosos a los otros, por enjugar lágrimas, por los consuelos que brinda a los afligidos. Su primer impulso es pensar en los otros antes que en sí mismo, y cuidar los intereses de los otros antes que su propio interés. El egoísta, por el contrario, calcula los provechos y las pérdidas que pueda obtener de toda acción generosa.
El hombre de bien es bondadoso, humanitario y benevolente con todos, porque ve a los hombres como hermanos, sin distinción de razas ni de creencias. Respeta las convicciones sinceras de los otros y no condena a los que no piensan como él. En todas las circunstancias toma como guía la caridad, y está convencido de que aquel que perjudica a alguien con palabras malévolas, que hiere con su orgullo o con su desprecio la sensibilidad de otro, que no retrocede ante la idea de causar un sufrimiento, una contrariedad por mínima que sea cuando puede evitarlo, falta al deber de amar al prójimo. No alimenta odio, ni rencor, ni deseo de venganza. Siguiendo el ejemplo de Jesús, perdona y olvida las ofensas y sólo recuerda los beneficios, porque no ignora que así como haya perdonado, será perdonando a su vez. Es indulgente con las flaquezas ajenas, porque sabe que él también necesita de la indulgencia de los otros y tiene bien en cuenta aquellas palabras de Cristo: “El que de vosotros esté sin pecado, que arroje la primera piedra”. No se complace en buscar los defectos ajenos, y menos aún, en ponerlos en evidencia. Si se ve obligado a hacerlo, procura siempre el bien que pueda atenuar el mal. Estudia sus propias imperfecciones y trabaja incesantemente para combatirlas. Emplea todos sus esfuerzos para poder decir al día siguiente que hizo algo mejor que lo realizado en la víspera. No procura darle valor a su inteligencia ni a su talento a expensas del menoscabo de los otros, sino que por el contrario, aprovecha todas las ocasiones para resaltar lo que ellos tengan de beneficioso. No se envanece de su riqueza ni de sus ventajas personales porque sabe que todo lo que se le ha concedido, pueden quitárselo. Usa pero no abusa de los bienes que se le ha otorgado, porque sabe que es un préstamo del que tendrá que rendir cuentas, y que el empleo más perjudicial que pueda hacer del mismo, es utilizarlo para satisfacer sus pasiones.
Si el orden social puso a otros hombres bajo su dependencia, los trata con bondad y benevolencia, porque son sus iguales ante Dios. Utiliza la autoridad que posee para elevar la moral de esos hombres, no para oprimirlos con su orgullo. Evita cuanto le es posible tornarles más penosa la posición de subordinados en la que se encuentran. A su vez, el subordinado comprende los deberes que le competen en la posición que ocupa y se empeña en cumplirlos a conciencia.

Finalmente, el hombre de bien respeta en sus semejantes todos los derechos que las leyes de la Naturaleza les concede, así como quiere que se respeten en él esos mismos derechos.

No quedan así enumeradas todas las cualidades que distinguen al hombre de bien; pero, aquel que se esfuerce por poseer las que acabamos de mencionar, se encuentra en el camino apropiado que lo conducirá a todas las demás.

Sintetizando todas las cualidades del hombre de bien, encontramos en el Evangelio, la figura del buen samaritano, verdadero paradigma que debería ser seguido por aquellos que anhelan alcanzar la perfección moral. Para responder al doctor de la ley que le pregunta quién es su prójimo, al cual debería amar como a sí mismo, el Maestro Divino narró:

Un hombre que descendía de Jerusalém a Jericó, cayó en manos de asaltantes, que lo despojaron, lo hirieron y se fueron dejándolo medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel lugar lo vio, y, tomando otro camino, pasó de largo. Pero un samaritano que viajaba, al llegar al lugar donde yacía aquel hombre, al verlo, tuvo gran compasión, y acercándose a él, le puso aceite y vino en las heridas y las vendó. Después, lo colocó sobre su caballo, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero diciéndole: “cuida muy bien a este hombre, y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. “¿Quién de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los asaltantes?” El doctor respondió: “Aquel que tuvo misericordia de él”. Entonces Jesús le dijo: “Vete y haz tú lo mismo”. (Lucas, 10: 25 a 37)


¿Cuál es la enseñanza que nos brindó el Maestro? Esa enseñanza es que, para poseer la vida eterna no basta con que memoricemos los textos de la Sagrada Escritura. Lo necesario, lo esencial para obtener ese objetivo, es que pongamos en práctica, que vivamos la ley de amor y de fraternidad que él nos reveló y ejemplificó.

Muestra Jesús que todos nosotros estamos en condiciones de brindar amor al prójimo, aunque no seamos bien considerados por la sociedad, ya que toma a un hombre despreciable a los ojos de los judíos ortodoxos, a quien se lo consideraba hereje. Este hombre, es un samaritano, e ¡increíblemente, lo pone como modelo, como patrón de aquellos que deseen penetrar en los tabernáculos eternos! Y es que aquel renegado sabía realizar buenas obras, sabía amar a sus semejantes, y para Jesús, lo importante, lo que vale, lo que pesa, son los buenos sentimientos, porque son ellos los que modelan las ideas y dinamizan las acciones.

Efectivamente, según especifica Kardec, toda la moral de Jesús se resume en la caridad y en la humildad, esto es, en las dos virtudes contrarias al egoísmo y al orgullo. Todas sus enseñanzas señalan a esas dos virtudes como las que conducen a la felicidad eterna:
Bieaventurados, dice, los pobres de espíritu, es decir, los humildes, porque de ellos es el reino de los cielos; bienaventurados los que tienen puro el corazón; bienaventurados los que son mansos y pacíficos; bienaventurados los que son misericordiosos; amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos; haced por los otros lo que quisierais que hagan por vosotros; amad a vuestros enemigos; perdonad las ofensas si queréis ser perdonados; practicad el bien sinostentación; juzgaos a vosotros mismos antes de juzgar a los otros. Humildad y caridad, es lo que no cesa de recomendar y de lo que Él mismo nos da ejemplo. Orgullo y egoísmo, es lo que no se cansa de combatir. Y no se limita a recomendar la caridad, sino que la expone claramente y en términos explícitos como condición absoluta de felicidad futura.

El hombre de bien, por lo tanto, es todo aquel que vivencia el sentimiento de caridad en todos los actos de su existencia.

Aún en ese contexto, es oportuno resaltar que las cualidades del hombre de bien son las que todo espírita sincero debe buscar para sí mismo. Esto porque el Espiritismo no establece ninguna nueva moral, simplemente facilita a los hombres la comprensión y la práctica de la moral de Cristo, y posibilita que los que dudan o vacilan puedan adquirir una fe inquebrantable y esclarecida.

Por eso Kardec afirma: Se reconoce al verdadero espírita por su transformación moral y por los esfuerzos que realiza para dominar sus malas inclinaciones.

Finalmente, diremos, también con Kardec: Caridad y humildad, tal es la única senda de salvación. Egoísmo y orgullo, tal es la de la perdición. Todos los deberes del hombre se resumen en esta máxima:  

FUERA DE LA CARIDAD NO HAY SALVACIÓN.

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