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domingo, 13 de julio de 2014

La vida terrenal

LA VIDA TERRENAL
(Alfredo Tabueña)


Somos Espíritus inmortales que iniciamos nuestra jornada evolutiva de una manera simple e ignorante, faltos de ciencia y sin conocimiento del bien y del mal, pero que a todos, sin excepción, nos aguarda por delante unas perspectivas de progreso excepcionales, pues esa “es la voluntad de Dios, nuestro Padre Creador”.

Y para acometer tamaña aventura espiritual, que ha de durar milenios, Dios nos ha colocado en nuestra más profunda intimidad, en estado latente, todos los atributos y posibilidades de desenvolvimiento con que nos ha dotado y que lo deberemos ir desarrollando, paulatinamente, en nuestros distintos contactos con la materia, existencia física, tras existencia física, en distintas experiencias terrenales.

El Espíritu, es decir, cualquiera de nosotros, no podrá, en una sola existencia como ser humano, alcanzar y conquistar ese Amor y Conocimiento al que estamos destinados, sino que necesitaremos reencarnar muchas veces, todas las que sean necesarias, donde iremos forjando poco a poco nuestra historia, grabando en nuestra propia intimidad todas nuestras miserias y todas nuestras grandezas, todas nuestras derrotas y todas nuestras conquistas, desarrollando y construyendo nuestra individualidad.

Y como la Vida del Espíritu inmortal es una sola, repartida en toda esa sucesión de existencias entrelazadas y relacionadas todas entre sí, es justo y natural que las acciones y vivencias de una reencarnación repercutan y tengan su continuidad en las siguientes, exactamente del mismo modo que los actos que hacemos en esta vida terrenal tienen su continuidad o repercusión en el día o días siguientes.

Es decir que, a su tiempo, a medida que el desarrollo del libre albedrío así lo permite, aparece en escena una nueva ley que no regía en los inicios de la evolución: la Ley de Causa y Efecto, enseñándonos que el ser humano es responsable por todas sus acciones, de acuerdo siempre con su grado de intencionalidad y de conocimiento y que las consecuencias, positivas o negativas, que resulten de ellas han de recaer, a través del tiempo, también sobre el propio ser humano, sobre el propio Espíritu, porque nuestras obras se registran en nosotros mismos y han de germinar, más tarde o más temprano, también en nosotros mismos.

Por tanto, nuestra actual existencia terrenal es una más entre todas las que, como Espíritus inmortales, van a formar parte de nuestra Vida, y que nos ha de brindar múltiples posibilidades y opciones de aprendizaje y de crecimiento.


Rompiendo tabús

Debemos modificar, en este sentido, algún que otro concepto mal interpretado, seguramente por reminiscencias del Catolicismo, en el sentido de que venimos a la vida terrenal para “pagar deudas” o para “rescatar culpas”. No, esa manera de expresarse es no entender y sentir a Dios en todo Su Amor, Sabiduría y Misericordia.

Nosotros no tenemos que rescatar deudas ni machacarnos con sentimientos de culpabilidad; tenemos, eso sí, que aprender a hacer las cosas bien, adquirir experiencia, conocimiento, responsabilidad y desarrollar todas esas potencialidades que llevamos en nuestra más profunda intimidad, como hijos de Dios que somos.

Lógicamente, es cierto, a medida que se aprende y se adquiere conocimiento, los compromisos sobre nuestras acciones serán cada vez mayores y, esos errores que se cometen como consecuencia del tiempo de ignorancia del Espíritu, proporcionalmente exigirán ya mayores responsabilidades por nuestra parte.

Y, a partir de ahí, en un futuro más cercano o más lejano, dispondremos de nuevas y valiosas oportunidades para hacer mejor lo que ayer no supimos hacer bien, siempre según las perfectas Leyes Divinas, que son Leyes de Amor, encontrándonos con las consecuencias naturales de nuestros actos del pasado, que nos colocarán frente a determinados acontecimientos o frente a determinadas situaciones por las que tendremos que pasar y frente a determinadas personas con las que tendremos que relacionarnos, nunca de manera indebida ni fuera de tiempo ni de lugar.

Dicho de otra forma: en cada nueva existencia terrenal traemos en nuestra intimidad un programa “relativamente establecido”, donde están previstas las metas mínimas y máximas, dentro de un tiempo determinado, atrayendo los acontecimientos, agradables o desagradables, de acuerdo a nuestras necesidades de evolución y de aprendizaje, consecuencia de nuestro pasado, que nos han de proporcionar la oportunidad de encauzar, de corregir y de reeducar los sentimientos y las actitudes, brindándonos la ocasión de valorar aquello que un día menospreciamos y levantarnos allá donde una vez tropezamos y caímos.

Porque Dios, que es todo Amor y Bondad, no somete a sus criaturas a penas y castigos perpetuos por faltas y errores que son transitorios, propios de nuestro tiempo de ignorancia, sino que, por el contrario, nos deja abierta en todo momento la puerta para entender y concienciarnos de nuestros errores. Y en eso consiste, esencialmente, el principio justo de la reencarnación: en una nueva existencia corporal que Dios nos ofrece para que finalicemos o corrijamos lo que no fuimos capaces de hacer en las anteriores; en hacer de nuevo y cuantas veces sea necesario aquello que, un día, no supimos hacer bien, pues los errores solamente pueden ser solventados si una nueva oportunidad se concede a quien los ha cometido.

Y ahí encontramos, si así lo queremos, lo que se vulgarmente se llama fatalidad o destino, y que consiste, pues, en los principales y más importantes sucesos, situaciones, acontecimientos o condiciones materiales que se nos presentarán o en que nos encontraremos en las futuras reencarnaciones, como consecuencia de nuestras acciones pasadas.


Renacer para evolucionar

El  conocimiento del Espiritismo nos enseña, de una forma clara y lógica, que la reencarnación y los mecanismos que regulan su funcionamiento nos da respuesta a lo que, sin ella, no tiene explicación posible, dejando paso a la plena conciencia de la vida inmortal del Espíritu, e imponiendo a cada uno la responsabilidad que le corresponda por la conducta mantenida en sus distintas existencias terrenales. 
Dios no castiga, no culpa; Dios nos ama y nos educa con sus Leyes perfectas, repletas de equilibrio y de armonía, proporcionando a aquellos que han infringido sus normas la posibilidad de integrarse de nuevo a ellas… eso, sencillamente, es todo.

Pero la evolución de los espíritus no transcurre en igual plazo para todos, pues el despertar de la conciencia es algo muy complejo y siempre es un proceso individual, personal e intransferible, donde cada uno tiene que caminar con sus propios pies y donde cada uno progresa conforme a su capacidad de trabajo y de esfuerzo íntimo.

Y será de esta manera, experiencia tras experiencia, tropiezo tras tropiezo, error tras error, aprendizaje tras aprendizaje y rectificación tras rectificación, cuando finalmente, después de todas las reencarnaciones que el espíritu haya necesitado para completar su peregrinaje, se alcanza el Conocimiento y el Amor, para una vez ya liberado de los ciclos reencarnatorios, continuar trabajando incesantemente en el plano espiritual, contribuyendo, de una u otra forma, a la inmensa obra de Dios.

Pero para entender bien todo ello, es imprescindible considerar todos los hechos y acontecimientos desde el punto de vista espiritual y contemplar la presente existencia física sólo como un eslabón más en la cadena de toda la trayectoria del Espíritu, ya sea como encarnado en sus sucesivas vidas terrenales o como desencarnado, formando ambos estados, el físico y el espiritual, un conjunto armónico, donde las experiencias vividas en una parte, repercuten en la otra y viceversa.

Porque las diferentes vidas terrenales no son otra cosa que una preparación, una experiencia transitoria y evolutiva para las finalidades superiores de la vida espiritual, que es la verdadera y definitiva. 

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