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miércoles, 7 de mayo de 2014

LA PERFECCIÓN MORAL

Hola familia,

Rafa y Alfredito, nuestros monitores en los próximos meses, nos envían el texto de estudio de la clase del próximo sábado. Nosotros a ellos les enviamos mucho ánimo y les damos la bienvenida más afectuosa.

Cariños a todos de la hermana menor

LA PERFECCIÓN MORAL

Los caracteres de la perfección presentados por Jesús en el Evangelio abarcan tres puntos fundamentales: amar a nuestros enemigos; hacer el bien a quienes nos aborrecen y orar por los que nos persiguen y calumnian. Y acabando su enseñanza, dice Jesús: Vosotros, pues, sed, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.

Comentando esta enseñanza, Kardec destaca: Puesto que Dios posee la perfección infinita en todas las cosas, esta proposición: “Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial”, tomada al pie de la letra, presupondría la posibilidad de que el hombre alcanzase la perfección absoluta. Si a la criatura le fuese dado ser tan perfecta como el Creador, se tornaría igual a éste, lo que es inadmisible. Por tanto, aquellas palabras deben entenderse en el sentido de la perfección relativa a la que la Humanidad sea capaz de llegar y que más la aproxime a la Divinidad. ¿En qué consiste esa perfección? Jesús nos lo dice: En amar a nuestros enemigos, en hacer el bien a los que nos aborrecen, en orar por los que nos persiguen. De ese modo nos muestra que la esencia de la perfección es la caridad en su más amplia acepción, porque implica la práctica de todas las otras virtudes.


En efecto, si se observan los resultados de todos los vicios, y aún, los resultados de los más simples defectos, se reconocerá que no hay ninguno que no altere en mayor o menor grado el sentimiento de la caridad, porque todos tienen su origen en el egoísmo y en el orgullo, que son su negación. Y esto se debe a que todo lo que sobreexcite el sentimiento de la personalidad, destruye, o por lo menos debilita, los elementos que constituyen la verdadera caridad, que son: la benevolencia, la indulgencia, la abnegación y la devoción. El amor al prójimo elevado hasta el punto de amar a los enemigos, no puede aliarse a ningún defecto contrario a la caridad; por eso mismo, es siempre indicio de mayor o menor superioridad moral. 

Como consecuencia de esto, podemos decir que la virtud, en su más alto grado, es el conjunto de todas las cualidades esenciales que constituyen el hombre de bien. Ser bueno, caritativo, laborioso, sobrio, modesto, son cualidades del hombre virtuoso. No es virtuoso aquel que hace ostentación de su virtud, pues carece de la cualidad esencial: la modestia, y tiene el vicio que más se opone a ella: el orgullo. La virtud verdaderamente digna de ese nombre, no gusta de exhibirse. Se la adivina, pues ella se oculta en el anonimato  y huye de la admiración de las masas.


Entre tanto, de todas las virtudes ¿cuál  es la más meritoria? Los Espíritus Superiores responden: Toda virtud tiene su propio mérito porque revelan progreso en la senda del bien. Hay virtud siempre que haya resistencia voluntaria a la fascinación que producen las malas tendencias. La sublimidad de la virtud está en el sacrificio de los intereses personales por el bien del prójimo, sin ocultas intenciones. La de mayor mérito, es aquella que se basa en la más desinteresada caridad.

Frecuentemente, las cualidades morales son como la envoltura dorada de un objeto de cobre, que no resiste la piedra de toque. Puede un hombre poseer cualidades reales por las cuales el mundo lo considere un hombre de bien. Pero esas cualidades, aunque indiquen un progreso, no siempre soportan ciertas pruebas, y a veces, basta pulsar la cuerda del interés personal para que el fondo quede al descubierto. El apego a las cosas materiales constituye un notorio signo de inferioridad, porque, cuanto más se aferra el hombre a las cosas de este mundo, tanto menos comprende su destino. En contraposición, por su desinterés, demuestra que afronta el futuro desde un punto de vista más elevado.

Dicen los Espíritus Superiores que, de todos los vicios, el egoísmo es el que se puede considerar como el fundamental. De él procede todo el mal. Estudiad la totalidad de los vicios, y veréis que en el fondo de cada uno de ellos existe el egoísmo. En vano los combatiréis; no llegaréis a extirparlos hasta que ataquéis el mal de raíz y hayáis destruido la causa.
Nótese entretanto, que al fundarse el egoísmo en el interés personal, sólo podrá ser extirpado del corazón a medida que el hombre se instruya respecto de las cosas espirituales, con lo que logrará darle menos valor a los bienes materiales.

En efecto, los Orientadores Espirituales enseñan, que de todas las imperfecciones humanas, el egoísmo es el más difícil de arraigar, porque deriva de la influencia de la materia, influencia ésta de la que el hombre, aún muy próximo a su origen, no puede liberarse porque todo contribuye a retenerlo en ella: sus leyes, su organización social, su educación. El egoísmo se debilitará a medida que la vida moral vaya predominando sobre la  vida material.

Cuando el Espiritismo, bien comprendido, se haya identificado con las costumbres y las creencias, transformará los hábitos, las tradiciones y las relaciones sociales. El egoísmo se cimenta sobre la importancia de la personalidad. Pero el Espiritismo bien entendido, repito, permite que veamos las cosas desde tan alto, que el sentimiento de la personalidad desaparece, en cierto modo, ante la inmensidad. Al destruir la importancia de la personalidad, o al menos, al reducirla a sus legítimas proporciones, el Espiritismo, necesariamente, combate al egoísmo.

El egoísmo es hermano del orgullo, y procede de las mismas causas. Es una de las más terribles enfermedades del alma, es el mayor obstáculo para el mejoramiento social. Por sí sólo, neutraliza y torna estériles casi todos los esfuerzos que el hombre realiza para lograr el bien. El egoísmo es, pues, el blanco hacia el cual todos los verdaderos creyentes deben apuntar sus armas, deben dirigir sus fuerzas, su coraje. Digo: coraje, porque de él necesita mucho más cada uno para vencerse a sí mismo, que para vencer a los otros. Pero ese coraje lo vamos adquiriendo a medida que despertamos en nosotros el sentimiento del deber inserto en nuestra propia conciencia. 

Todos nosotros tenemos grabado en lo íntimo del ser  los rudimentos de la ley moral. Es en este mundo que ésta recibe un comienzo de sanción. Todo acto bueno produce en su autor una satisfacción íntima, una especie de engrandecimiento del alma; por el contrario, las malas acciones muchas veces, traen aparejadas amarguras y disgustos. A su vez, el deber es el conjunto de las prescripciones de la ley moral, la norma por la cual el hombre debe conducirse en sus relaciones con sus semejantes y con todo el Universo. Figura noble y santa, el deber se cierne por encima de la Humanidad, inspira los grandiosos sacrificios, los puros sentimientos, los grandes entusiasmos. Agradable para unos, temible para otros, pero siempre flexible, se yergue ante nosotros señalándonos la escala del progreso cuyos peldaños se pierden en las inconmensurables alturas.

En una comunicación inserta en El Evangelio según el Espiritismo, el Espíritu Lázaro afirma que: el deber es una obligación moral que la criatura tiene, primero, para consigo misma, e inmediatamente después, para con los otros. El deber es la ley de la vida. Lo encontramos tanto en los más ínfimos detalles, como en los actos más elevados. 

En el orden de los sentimientos, el deber es muy difícil de cumplir porque se halla en antagonismo con las atracciones del interés y del corazón. Sus victorias no tienen testigos y sus derrotas no están sujetas a la represión. El deber íntimo del hombre queda entregado a su libre albedrío. El aguijón de la conciencia, guardiana de la integridad interior, lo advierte y sustenta, pero muchas veces se muestra impotente ante los sofismas de la pasión. Cuando es fielmente cumplido, el deber del corazón eleva al hombre. Pero, ¿cómo determinarlo con exactitud? ¿Dónde comienza? ¿Dónde termina? El deber comienza para cada uno de vosotros exactamente en el punto en que amenazáis la felicidad o la tranquilidad de vuestro prójimo; termina en el límite justo que no desearíais que los otros  transpongan con respecto a vosotros.


Así finaliza el Instructor Espiritual anteriormente mencionado: El deber crece e irradia de manera más elevada en cada una de las etapas superiores de la Humanidad. Nunca cesa la obligación moral de la criatura para con Dios. Ésta refleja las virtudes del Eterno, que no acepta esbozos imperfectos porque quiere que la belleza de su obra resplandezca ante sus ojos.

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