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jueves, 27 de junio de 2019

Consideraciones espíritas sobre el libre albedrío

Por Miguel Vera Gallego



La mayor parte de las cuestiones acerca de la libertad humana fueron debatidas y dilucidadas por San Agustín a partir de la distinción del libre albedrío como posibilidad de elección y como libertad propiamente dicha (libertas).

Los cristianos vieron que el libre albedrío podía usarse bien o podía usarse mal. A pesar del racionalismo e intelectualismo de casi todos los filósofos antiguos en cuestiones éticas, la posibilidad de usar bien o mal el libre albedrío había sido puesta de manifiesto en varias ocasiones (Aristóteles en Ética a Nicómaco, y por Ovidio en los famosos versos en los que proclama que aprueba el bien, pero sigue el mal).  Sin embargo, no había sido subrayada con el radicalismo de San Pablo cuando indica que “No el bien que quiero, sino el mal que no quiero hago” (Romanos 7:15).

Como quiera que sea, durante el siglo XIX abundaron los debates en torno a la noción de libertad y especialmente en torno a si el hombre es, o puede ser libre, tanto respecto a los fenómenos de la Naturaleza como en la sociedad. Sería simplificar la cuestión decir que hubo dos grandes grupos de doctrinas: unas que negaban la posibilidad de la libertad, y otras que la afirmaban (materialistas versus espiritualistas), puesto que hubo muchas y diversas posiciones intermedias entre el determinismo completo y el completo “libertarianismo”, así como entre muchos modos y grados de entender la libertad.

Para la doctrina espírita, el libre albedrío está necesariamente relacionado a la cuestión de la evolución y de la responsabilidad individual. Así lo encontramos en El libro de los espíritus cuando los Instructores superiores manifiestan que “El desarrollo del libre albedrío acompaña al de la inteligencia y aumenta la responsabilidad de los actos”. No obstante, para que las acciones humanas sean consideradas buenas, no basta el desarrollo de la inteligencia sino que es necesario que a ésta le acompañe el desarrollo moral.

Vislumbramos que el objetivo del individuo (y sabemos que de los pueblos) es el progreso completo, que llega de manera gradual. La inteligencia puede utilizarse para hacer el mal mientras no se haya desarrollado en el ser el sentido moral. La moral y la inteligencia –nos indican los Espíritus superiores- son dos fuerzas que sólo a la larga se equilibran.

Si consideramos los conceptos de libertad como ética y libertad como moral, la vida en sociedad impone limitaciones al amplio ejercicio del libre albedrío. La primera se dice respecto a la autonomía de actuar en función de lo que se quiere y de lo que el otro espera que se haga. La segunda indica actuar en el bien, que puede ser expresado con la conocida regla de oro anunciada por el Cristo: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres hacédselo vosotros también a ellos; porque esta es la ley y los profetas” (Mateo 7:12).

La vida en sociedad es, pues, una conquista evolutiva empero la mayoría de las relaciones personales que llevan a una vivencia armónica se fundamentan en principios universales especificados por la ética y la moral. En síntesis podemos afirmar que la ética es la parte de la Filosofía que estudia los principios, motiva, disciplina y orienta el comportamiento. La ética trata, por lo tanto, de la conducta en general (de la vida en sociedad), así como específica (el código de ética médica, por ejemplo).

En cambio, la palabra moral hace referencia a las buenas costumbres, principios o bases del conocimiento a partir de los cuales se establecen los códigos de conducta ética en la familia, en sociedad y en el trabajo. En verdad, ambos términos están intrínsecamente correlacionados, toda vez que no se puede suponer una conducta ética sin una base moral que la sustente y le de validez. En este sentido, Agustín de Hipona (354-430) definía el libre albedrío como la facultad de la razón y de la voluntad por la cual es elegido el bien, mediante el auxilio de la gracia, o el mal, por ausencia de ésta.

En sentido genérico podemos afirmar que hay libertad individual cuando la persona piensa y actúa por sí misma, esto es, por decisión propia. No obstante, cuando se consideran los valores éticos y morales, percibimos que el hombre tiene una libertad relativa, puesto que el límite de la manifestación de la voluntad individual termina cuando comienza la libertad del otro.

Vislumbramos que la libertad en sentido filosófico presenta dos conceptualizaciones: a) ausencia de sumisión y dependencia; b) autonomía y espontaneidad en la manifestación de la voluntad o de los deseos humanos.

En el binomio libertad-voluntad se observa que querer ser libre es una fuerza que impulsa a la obtención de la libertad, tornando al individuo independiente. Sin embargo, si ese binomio no fuera bien aprehendido pueden surgir conflictos en las relaciones que pueden llevar tanto a procesos patológicos como de naturaleza criminal.

La mayoría de filósofos admiten que ningún hombre posee una libertad ilimitada, total. Aristóteles afirmaba que tanto la virtud como el vicio dependen de la voluntad del individuo. Tomás de Aquino, filósofo católico, capitulaba que el libre albedrío es la causa que determina la acción del individuo. Porque el ser humano actúa según el juicio, esa fuerza cognitiva por la que puede elegir entre opciones opuestas.

Para Rene Descartes, el filósofo espadachín, la persona actúa con más libertad cuando comprende las alternativas que implican una elección. Al analizar racionalmente las posibilidades de una toma de decisión, el individuo tiene más probabilidad de realizar una elección acertada. De esta forma, la persona que no trata de obtener la información necesaria para ilustrarse, presentan mayores dificultades a la hora de realizar algo o para identificar las propias alternativas ofrecidas por la existencia. El filósofo francés consideraba que el ser humano debe intentar siempre dominarse a sí mismo, deseando sólo aquello que se puede hacer. Aunque las pasiones puedan ser buenas en sí mismas, cabe a la razón saber cómo utilizarlas a fin de poder dominarlas, ya que la fuerza de las pasiones consiste en engañar al alma con razones inadecuadas. Con lo cual, para Descartes el intelecto tiene prioridad sobre las pasiones, en tanto que un mayor conocimiento de ellas es condición necesaria para poder controlarlas.

Para el filósofo alemán Immanuel Kant ser libre es ser autónomo, esto es, darse a sí mismo normas de conducta moral que deben ser perseguidas racionalmente. En su obra principal, la Critica de la razón pura, el filósofo prusiano piensa que la conciencia de libertad se desarrolla por el conocimiento racional y por la intuición, aunque el primero se sobrepone al segundo. En otras palabras, la persona puede, perfectamente, hacer uso de su libre albedrío sin intervención de ninguna otra cosa, aunque lo hará con seguridad si tuviera conocimiento y conciencia de los límites de su libertad.

Las nociones de voluntad y pasión alcanzan una significación considerable en la doctrina espírita. Emmanuel nos aclara con relación al concepto de voluntad que es la administradora de la mente y nos dirá igualmente que sólo ella es lo suficientemente fuerte como para sustentar la armonía del espíritu (Pensamiento y vida, Cap. 2).

En la pregunta 907 de El libro de los espíritus encontramos que la pasión en sí misma no es un sentimiento malo: “La pasión está en el exceso unido a la voluntad, pues su principio ha sido otorgado al hombre para el bien […]. Lo que causa el mal es el abuso que se hace de ellas”.

Vemos, pues, que las pasiones son como un caballo que es útil cuando se le domina; y peligroso cuando el que domina es él. “Son palancas que multiplican las fuerzas del hombre y lo ayudan a cumplir con los designios de la Providencia […]. El principio de las pasiones no es, pues, un mal, ya que descansa en una de las condiciones providenciales de nuestra existencia” (El libro de los espíritus, Pregunta 908).

Como corolario consideramos la apreciación que nos brinda León Denis sobre la libertad. El admirable filósofo espírita nos dice que “La libertad es la condición necesaria del alma humana sin la cual ésta no podría construir su destino” (El problema del ser y del destino, Tercera parte, Cap. 22).

Por consiguiente, libertad y responsabilidad son correlativas en el ser y aumentan con su elevación; es la responsabilidad del hombre la que forma su dignidad y moralidad. Sin ella no sería más que un autómata, un juguete de las fuerzas ambientales: la noción de moralidad es inseparable de la de libertad.

El libre albedrío es, pues, la expansión de la personalidad y de la conciencia. Para que seamos libres es necesario quererlo y hacer esfuerzos para venir a serlo, liberándonos, así, de la esclavitud de la ignorancia y de las pasiones más bajas; substituyendo el imperio de los instintos y de las sensaciones por el dominio de la razón, rumbo a la intuición.

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